Este es el camino, síganlo (Is 30, 21)
Por Hna. Rosemary Castañeda, Medellín
El texto pertenece a una serie de oráculos en los que palpita vivo el espíritu del segundo Isaías (s. VI a.C.), llamado con razón, profeta de la consolación (Is 40-55). Después de los rigores del exilio en Babilonia, debe consolar y reanimar al pueblo, que ya no deberá sentirse esposa repudiada, sino cónyuge de El Santo de Israel (Is 54,1-10), hija del mismo Señor (Is 49,13-17). El pueblo exiliado en Babilonia, por su infidelidad a la alianza sinaítica, debe ahora regresar a casa por voluntad del Señor. Pero para emprender este éxodo, debe romper las cadenas que lo atan a Babilonia: el apego servil a su situación actual, ya que muchos poseían mujer e hijos, casas, viñedos y olivares (Jer 29). Dios lo anima a superar la resistencia a esta ruptura, asegurándole que en este éxodo realizaría mayores portentos que en el primero (Is 43,16-21).
Isaías, expresa el peligro que amenaza a Judá por los errores que comete, que le llevan a irse por otros caminos por la extrema escasez de pan, cuando lo más delicado es la extrema escasez de la Palabra (fidelidad) de Dios. Isaías, le hace ver que, la única salvación radica en la fe. Conviene recordar que, en este contexto, creer no significa “admitir o confesar una serie de verdades”, ni siquiera “creer en Dios”. El sentido auténtico de lo que Isaías llama fe es dejar sitio a la actuación de Dios y renunciar salvarse a sí mismo”. Creer significa adoptar una actitud interna y externa equivalente a mantenerse firme, confiar, superar el desánimo.
Para los cristianos, Jesucristo es el camino que nos lleva a alcanzar la comunión con el Padre, Él es la Revelación y el Redentor (Jn 1,18; 4,16). Él es la luz que nos comunica la condición de hijos adoptivos de Dios, pero para ello, hay que vivir un éxodo: convertirse, renunciar a las tinieblas y salir del pecado (Jn 1,11-13). La condición de hijos de Dios es dinámica: se recibe como una gracia, pero se vive como una tarea que hay que asumir cotidianamente; vivir como lo que somos: luz, sal y fermento. Recibida la iniciación cristiana, debemos crecer hacia la madurez de Cristo y prolongar su misión en el tiempo y el espacio. Por eso la Iglesia también es camino (Hch 9,2; 18,25; 24,22) y nuestra vida como consagradas es seguirlo a Él que es el camino.
¡Qué gozo saber que el Señor, en su amor por nosotros, nos habla de este modo, nos exhorta a que sigamos el camino que él nos traza y nos acompaña para que no se desvíen nuestros pasos, justamente cuando tantas cosas y tantas seducciones nos quieren hacer vacilar!
Toda vocación está marcada por unos signos de amor de Dios que acompañan y fortalecen. Hay que recobrar el amor primero de nuestra llamada, hay que volver con amor constantemente a la fuente que nos “surte” la esperanza, hay que retomar con amor entusiasta la decisión de seguir el camino. Qué ejemplo el que nos dan nuestras hermanas ancianas cuando miran sus caminos iluminados con el esplendor de las buenas obras y también probados con las no pocas espinas que se vuelven lecciones de templanza y de confianza. Cuando nuestra experiencia vocacional da los primeros pasos es frecuente enfrentar dudas, vacilaciones. Hay, incluso, como un “síndrome” de temores y temblores que suelen atacar a las más jóvenes.
Cuántas veces la vida consagrada se ha desviado del camino, olvidando que somos “el ala profética de la Iglesia” como nos lo decía el gran teólogo J.R.M. Tillard. Y es que el secularismo ambiental favorece una desviación idolátrica que se expresa en el culto a los medios, al individualismo, que, como nos dice el Papa Francisco hablándonos de nuestra debilidad espiritual: “nos hace olvidar la “historia de la salvación” la historia personal con el Señor, el “primer amor”. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor (...) en los que construyen muros alrededor de sí mismos y se convierten, cada vez más, en esclavos de las costumbres y de los ídolos que han esculpido con sus propias manos'. Es la de los que, a lo largo del camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia y se esconden bajo los papeles convirtiéndose en ‘máquinas de trabajo’ y no en ‘hombres de Dios’. Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y se regocijan con los que gozan”.
Que nada nos impida avanzar, así como lo hacen los atletas, cada obstáculo sea un reto para tomar más en serio la alegría de estar en el camino de la gracia y de la vida que el Señor nos da. Hoy muchas lamentamos el desánimo, la falta de identidad, la poca disponibilidad para vivir la obediencia, el relativismo para vivir nuestra vida de entrega y servicio, la sensación de impotencia ante tantos escándalos.
Cuántas quisiéramos poder vivir una consagración al Señor determinada por la alegría, por la generosidad, por la plena disposición a vivir el Evangelio y hacerlo realidad en el mundo, en el que somos a la vez signo de contradicción y proclamación gozosa de la bondad de Dios.
Llamadas a ser luz de esperanza y sal que dé sabor a un mundo insípido, hay que hacer una opción por los jóvenes a los que hay que entusiasmar con la propuesta del Señor, hay que animar a los ancianos para que nos regalen el tesoro de su experiencia, hay que pedir a los que viven la edad de la madurez unos signos de vitalidad que superen la sensación de tedio que paraliza y desespera.
Que mientras más oscuras aparezcan las sombras, con mayor certeza sepamos que la luz de Dios todo lo esclarece y lo llena de consuelo y de alegría. El camino que conduce hacia Dios es el camino de las cosas buenas, que ya han sucedido y que pueden seguir sucediendo como la bondad y la bendición que otras ya han trazado antes que nosotras; la enseñanza en la oración, la alabanza, la solidaridad, el amor a los hermanos y la caridad hecha misericordia.